Si creyeras

Si creyeras lo que digo no estarías sola,
pues no te conozco ningún varón;
si tienes uno no está contigo,
estará en su casa, qué sé yo.
 
Si me dejaras acercarte te escribiría bellas baladas,
como ellas ningunas serán escritas, sólo yo seré su alma.
Cuando accedas a que te toque,
recordarás mis manos blancas:
ellas darán en tu corazón,
someterán tus miedos, saciarán tus ganas.
 
Si acaso dudas de lo que digo,
puedo decirte que te equivocas;
como el perdido ante el camino recto,
como el dudoso de lo que claro queda,
para negar lo que tus ojos velan,
lo que analizan con entrega.
 
Dite pues, si te decides, a aventurarte en estos lagos,
en mares únicos de la gran tierra,
en suelos puros, nobles y llanos.
¿Pues quién sería llamado hombre,
o mujer de sabia raza,
si mal gastara la hora agraciada,
del encuentro ansiado con ganas?
 
El tiempo se nos acaba.
El sol sube al extenso cielo,
y te reitero con tus palabras:
«quizás, tal vez, no sé si debo»,
que si creyeras como te niegas,
en la tierra vivirías el cielo.

Desde el pecho

Del pecho mama el hombre la leche blanquecina,
que quema y avanza por su garganta impía,
que bebe e ingiere líquidos queridos.
 
Del seno él salta alegre y peregrino,
al abdomen de su esposa, que está fija a la cama;
y un grito osado, potente, salvaje,
sale de su boca, clamando: «¡no pares!».
 
Contrae su cuerpo gimiendo fácilmente,
ardiendo y buscando alguna solución;
ella mira al techo, entretanto se conmueve,
danza muy activa, ¡que dulce es su pasión!
 
Su Adán la gobierna y delimita sus pechos,
sus caderas y muslos, sus labios y sentimientos;
ella besa su cuello, su olor la complace:
doncella tú eres un volcán insaciable.
 
Él te envuelve con sus brazos y tú ya no hablas,
estás luminosa como cielo en plenitud:
tanto amor recibiste, y ni hablar del caballero,
que te besó desde el pecho, hasta el alma y los sueños.

Los hermanos no están

No se encuentran cerca, la vida los ha llamado,
el viento sopla sereno, la luz se esparce como espuma,
el nido yace vacío, el canto no se vuelve a escuchar y degustar.

La madre se posó sobre el tronco una tarde,
tenía una rama en su pequeño pico,
trabajó varios días en silencio incansable,
la morada de su deseo alzó con ahínco.

Extendió sus alas cuando me descubrió mirándole,
como quien dice “¡lejos!, es mi hogar, lecho de los míos”,
yo solo pude verla cautelosa y radiante,
con su collar negro y ojos titilantes,
que la hicieron musa para mis sentidos carnales,
chispa que enciende el pensamiento creativo.

Las hojas nacieron y durante días fui vigilante,
el tiempo y sus hijos crecieron sin freno,
preciosas aves de ojos y gargantillas se volvieron,
a aquel ciclo de la vida le llegaba su tiempo.

La madre salía de vez en vez,
y el padre en intervalos les traía algún alimento:
volvieron a crecer, esta ocasión para marcharse,
para andar al amplio mundo promesa de los sueños.

Hoy el nido está vacío y mi regocijo desfallece,
no resuenan los cantos en mi ventana,
ni el movimiento de alas o la danza de las hojas,
el verano arribó y el árbol yace erguido,
mas los hijos del viento me faltan desde mi alcoba.

El silencio brama como brisa lejana,
el nido ya no es teatro de dramas familiares,
el techo de hojas resplandece,
mi corazón entristece por su ausencia natural:
los hermanos no están y quizás no regresen.

Es el adiós para mí el que ama y sólo observa,
el que espera por lo pronto la próxima primavera,
un futuro que tal vez me devuelva con creces,
los amores que atesoro con empeño en mi mente.

Vendiendo las estrellas

Yo soy un humilde carpintero, al que lo han buscado para construir un sueño. Me dijeron: «Quiero que me hagas una torre  que suba a las estr...